¿Qué le compro?, pregunta que me hecho desde la secundaria cuando se trata de darle un regalo a una chica, y las incluyo a todas, desde mi madre hasta mi pequeña sobrina. Siempre me quedo con la impresión de que el presente causa más decepción que otra cosa, no importa cuánto me haya costado o que tan original me parezca, casi estoy convencido de que un cheque viene a ser la mejor inversión.
Parece de 40 pero le ponemos 32, nunca he sido bueno para calcular edades, así que mi margen de tolerancia lo tengo tasado en 8 para todas, así no hay pierde. Me encantan sus rasgos indígenas, morena, pómulos prominentes, ojos negros y pelo lacio larguísimo, me gusta imaginarla bañándose en un río con su cabello suelto, me atrae su timidez, es incapaz de sostenerte una mirada y se ruboriza con cualquier insinuación, pensé que a mis 40 y 10 ya no podría conquistar a nadie y aquí estoy, con una invitación a cenar a cuestas y repitiéndome una pregunta que me ha acompañado toda mi existencia ¿Qué le compro?, como siempre me meto a una librería y me decido por un libro de fotografía de Tina Modotti, vieja fórmula que me ha sacado más de una ocasión de este tipo de apuros, conozco un poco la obra así que me da tema de conversación y hablar de una mujer de ese quilataje siempre me entusiasma.
Comienza una extraña lluvia en una tarde temprana de marzo, mientras la gente apura el paso, decido tomar asiento, cubro a la Modotti y recargo mi nuca en el respaldo, disfruto mojar la mirada y sentir como el agua lava los surcos de mi historia, me gusta tratar de mantener los ojos abiertos a pesar del tamaño de de las gotas.
Llega la noche, paso a la tienda y compro un tinto, me dirijo a su casa, al entrar me sorprendo, un disco de Jorge Reyes acaricia el ambiente mientras el abuelo de Xochitl está fumando mota, al verme, sonríe con los dientes que le quedan, un incienso disimula la escena. La casa cuenta con muchos adornos dorados, posteriormente me entero que todos son de oro, el negocio de la familia.
Aparte del abuelo, esta su madre, una mujer ciega de 58 ya con el margen aplicado, brazos fuertes, cadera prominente, símbolo de fertilidad de otros años, el pelo largo, negro y lacio como el de su hija, ojos negros que en la distancia parecen mirarme; también se encuentra su hermano, según me dice ya con ocho años en la facultad de filosofía, no está matriculado pero eso es lo de menos, está trabajando en un ensayo sobre los puntos de convergencia de Nietzsche y José Alfredo Jiménez, se me hace que no en pocas ocasiones acompaña al abuelo en el ancestral vicio.
Pasamos a la sala y le entrego su regalo, me siento plenamente satisfecho cuando veo como se conecta con la obra de Tina, cargada de gente del campo.
Pasamos a la mesa, cazuelas con guisos diversos y las infaltables tortillas me abren el apetito, descubro que un curado de Guayaba es la bebida de la noche, me doy cuenta de que mi Concha y Toro definitivamente está fuera de lugar, ni hablar.
Estamos pasando un buen rato, el abuelo me dice que es una tradición familiar el que esta noche, los hombres que comparten la mesa, realicen un viaje juntos y me pregunta si estoy dispuesto, le pido me explique a que se refiere con lo del viaje, ¿a dónde vamos? Sonríe y abriendo un morral me ofrece unos hongos pequeños con un tallo delgado y delicado, con un brillo en la mirada me invita a probarlos, comienzo a declinar la invitación, cuando Xochitl toma mi mano y me dice que es muy importante para todos que participe en el ritual, al ver mi indecisión posa sus labios sobre los míos, bendita fórmula, ese argumento nunca he podido rebatirlo, derrotado, volteo con el abuelo y asiento, me da como diez y me dice que debo hablarles y pedirles permiso para comerlos. Tomo el primero y lo pruebo con cuidado, un sabor agrio invade mi boca, supongo que me estoy metiendo psilocibina, ya me habían dicho que tiene un sabor muy peculiar, la música de Reyes sigue envolviendo el ambiente mientras el filósofo y su abuelo fabrican otro cigarro. Posteriormente me dan una especie de fruto con franco sabor a tierra, me acuerdo de Rebeca, aquella hija de Úrsula y José Arcadio que en Macondo, enmedio de ataques de geofagia, se enamora del refinamiento de un italiano.
Voy y vengo en el tiempo, veo a mi hijo mayor, desde el momento en que mi simiente se concatena dando vida; veo a mi madre, reconozco su útero y me alimento de su ternura. En algún momento aparecen Xóchitl y la suya vestidas de blanco, me desnudan, me amarran, todos ríen, yo también, por alguna razón, todo es normal.
El hermano se para frente a mí, dice algo de un ciclo de vida – muerte – resurrección, no entiendo, toma un cuchillo largo y delgado, como esos que se usan para limpiar pescado y comienza a cortarme con singular cuidado, levanta paso a paso mi piel, comienza con mis piernas y sigue con los brazos, no siento dolor, veo a mi hijo que ha crecido, el abuelo se despoja de sus ropas y la madre lo viste con mi piel. La surrealista escena me recuerda a Xipe Totec, ese Dios Azteca que siempre me impresionó en los tiempos de los libros obligados, aquel que significaba renovación, que era patrono de los orfebres y curador de males de ojos. Un escalofrío me recorre cuando Xochitl levanta un cuchillo a la altura de mi pecho, el terror me impide gritar cuando tengo la certeza de que esa obsidiana me sacará el corazón.