domingo, 13 de octubre de 2013

Medellín


Cuando se sabe de manera absoluta que todo es irreal, no tiene ningún sentido fatigarse para demostrarlo.
Emile Cioran 

Llegas a la plaza Botero, en el centro de Medellín, las mujeres gordas llaman tu atención, especialmente aquella que recostada tiene un espejo diminuto que refleja una imagen eterna, cumpliendo el sueño de los hombres, detener las huellas del tiempo en rostro y cuerpo.
   El descaro de sus formas te hipnotiza, sales del trance cuando percibes a tu lado a un mimo que sigue tus posturas y gestos, lo pones a prueba, te acercas a la escultura, la tocas, comienzas el viaje por uno de sus pies, como lo haría un amante, paseas tus yemas apenas haciendo contacto, extrañas la piel de gallina que el efecto casi siempre surte, tu espejo viviente te sigue, fiel, observas en su rostro la concentración del tuyo, continúas, te detienes en aquellos espacios que son tus favoritos, como si estuvieran solo tú y ella en una oscura habitación de hotel, algunos curiosos observan la escena donde un hombre y su sombra acarician una mujer desnuda al alcance del pueblo.
   Caminas una de esas calles peatonales donde las personas andan sin rumbo fijo, por el solo placer de mover las piernas, te encuentras con mujeres de todas las edades que tienen el mismo oficio, algunas, discretamente, sostienen tu mirada, otras, más osadas, te sonríen en una invitación franca a disfrutar de los placeres de la carne.
   Entras en un pequeño restaurante, pides una Club Colombia, siempre bebes lo que la casa produce, no importa en donde te encuentres, estudias una guía turística tratando de planear el resto de tu día, Te llama la atención el metro-cable que promete vistas maravillosas de la ciudad, sobre todo al caer la tarde; te distrae un hombre que te ofrece una bolsa de frutas amarillas por solo tres mil pesos, piensas rechazarla cuando un viejo, sentado a tu lado, te dice que son uchuvas, se venden en Europa bañadas en chocolate como “exotic dessert” a 100 veces el precio que le ofrecen, lo mejor es acompañarlas de un antioqueño de tapa azul, dice, fiel a tus costumbres, decides comprar pidiendo además una copa del licor de referencia, al pagar la fruta, el hombre sonríe mostrando una dentadura amarilla, como las de los mineros de Mapimí en el norte de México.
   Siguiendo las instrucciones del viejo, partes una de las uchuvas, la bañas con limón, apuras el antioqueño y pasas a comer la fruta, delicioso, te encantan estos momentos, descubrir coincidencias culturales, te recuerdan el rito del tequila con sal y limón.
   Conversas con el viejo, mientras lo escuchas, llama tu atención al fondo del local una mujer madura de edad indefinible, con unos labios carnosos pintados de un rojo intenso, el viejo descubre el punto de tu interés, es una puta, dice, nadie sabe quién es pero siempre viene acá, sonrío, el negocio del amor no conoce épocas ni fronteras.
   Camino hacia el metro, me siento diferente, el efecto del licor tal vez, lo descartas, solo fueron dos antioqueños y una colombiana, aunque las uchuvas te las comiste casi todas, estaban buenísimas, imaginas que tal vez produzcan un efecto que agudiza tus sentidos, sonríes, tomas la dirección Niquía. En el trayecto se bordea el río Medellín, te das cuenta que es ahí donde viven los parias de esta parte de la tierra, tratas de imaginar una vida como esas, aunque sabes que por más que te esfuerces, estarás lejos de las realidades lastimosas y lacerantes para quienes las viven y para quienes nos acostumbramos a convivir con ellas.
   Me bajo en la estación Acevedo y me dirijo a Santo Domingo para tomar el metro-cable recomendado, se trata de un teleférico como los que hay en algunas ciudades como Zacatecas o Durango, con la diferencia que en lugar de uno o dos carros acá son muchos más, es de transporte público, los carros suben y bajan la montaña cíclicamente con un sistema muy ingenioso de frenado en las terminales para que las personas puedan subir o bajar con el carro en movimiento. Cuando compras tu boleto la chica te dice que todos están bajando, que si subes no te puedes quedar arriba ya que el tren está por cerrar, le dices que eres un turista y que solo quieres ver la ciudad desde lo alto, como dice el librito, le prometes que no bajarás en la cima y que seguirás de regreso, te sonríe, son cuatro mil pesos, dice.
   Subes a la cabina, los carros están muy limpios, la verdad es que el metro en esta ciudad es de primer nivel, te da gusto, cualquier logro latinoamericano lo sientes como propio, aunque también cualquier agravio, el balance no siempre es positivo.
   Como dijo la chica, eres el único que sube, todos bajan, un terrible sopor te abraza, piensas que las uchuvas te han pegado. Después de 20 o 25 minutos llegas a la cima, el camino es espectacular, estas contento, bajas un momento para lanzar alguna foto cuando un guardia te dice que ya debes regresar, el metro está por cerrar, y no admitirán más pasajeros, accedes, tomas el carro de regreso, vuelves a estar solo, no puedes mantener los ojos abiertos a pesar de la majestuosidad del Medellín iluminado, te recuestas, cansado.
   Despiertas, nuevamente hacia arriba, te pasaste, es de noche y constatas en los carros de enfrente que nadie baja más, te da frío, buscas en tu mochila alguna chamarra aunque sabes que no la encontrarás, los hombres del desierto casi nunca las necesitamos. Tratas de mantenerte despierto cuando el carro se detiene, alcanzas a ver que estás en la torre 18 entre las estaciones Santo Domingo y Arví. Sopesas tu situación, el servicio se reanudará hasta la mañana, los sonidos de la noche, del campo de abajo te alcanzan, aves, insectos y el viento, te acurrucas en un rincón dispuesto a dormir, si el frío te lo permite, piensas.

   Un dolor de cuello te despierta, te incorporas en el asiento, los sonidos de la noche te reciben, tus pupilas se dilatan en uno de esos maravillosos mecanismos de adaptación que los hijos de la naturaleza tenemos y que la tecnología trata de emular en los nuevos tiempos, es ahí, cuando te das cuenta que no estás solo, un escalofrío recorre tu espalda mientras a tu lado una mujer madura de edad indefinible, con unos labios carnosos pintados de un rojo intenso te mira fijamente.