Cuando se sabe de manera absoluta que todo es irreal, no tiene ningún sentido fatigarse para demostrarlo.
Emile Cioran
Llegas a la plaza
Botero, en el centro de Medellín, las mujeres gordas llaman tu atención,
especialmente aquella que recostada tiene un espejo diminuto que refleja una
imagen eterna, cumpliendo el sueño de los hombres, detener las huellas del
tiempo en rostro y cuerpo.
El descaro de sus
formas te hipnotiza, sales del trance cuando percibes a tu lado a un mimo que sigue
tus posturas y gestos, lo pones a prueba, te acercas a la escultura, la tocas,
comienzas el viaje por uno de sus pies, como lo haría un amante, paseas tus
yemas apenas haciendo contacto, extrañas la piel de gallina que el efecto casi
siempre surte, tu espejo viviente te sigue, fiel, observas en su rostro la
concentración del tuyo, continúas, te detienes en aquellos espacios que son tus
favoritos, como si estuvieran solo tú y ella en una oscura habitación de hotel,
algunos curiosos observan la escena donde un hombre y su sombra acarician una mujer
desnuda al alcance del pueblo.
Caminas una de esas
calles peatonales donde las personas andan sin rumbo fijo, por el solo placer
de mover las piernas, te encuentras con mujeres de todas las edades que tienen
el mismo oficio, algunas, discretamente, sostienen tu mirada, otras, más osadas,
te sonríen en una invitación franca a disfrutar de los placeres de la carne.
Entras en un
pequeño restaurante, pides una Club Colombia, siempre bebes lo que la casa
produce, no importa en donde te encuentres, estudias una guía turística
tratando de planear el resto de tu día, Te llama la atención el metro-cable que
promete vistas maravillosas de la ciudad, sobre todo al caer la tarde; te
distrae un hombre que te ofrece una bolsa de frutas amarillas por solo tres mil
pesos, piensas rechazarla cuando un viejo, sentado a tu lado, te dice que son uchuvas, se venden en Europa bañadas en
chocolate como “exotic dessert” a 100 veces el precio que le ofrecen, lo mejor
es acompañarlas de un antioqueño de tapa azul, dice, fiel a tus costumbres,
decides comprar pidiendo además una copa del licor de referencia, al pagar la
fruta, el hombre sonríe mostrando una dentadura amarilla, como las de los
mineros de Mapimí en el norte de México.
Siguiendo las instrucciones
del viejo, partes una de las uchuvas, la bañas con limón, apuras el antioqueño
y pasas a comer la fruta, delicioso, te encantan estos momentos, descubrir
coincidencias culturales, te recuerdan el rito del tequila con sal y limón.
Conversas con el viejo,
mientras lo escuchas, llama tu atención al fondo del local una mujer madura de
edad indefinible, con unos labios carnosos pintados de un rojo intenso, el
viejo descubre el punto de tu interés, es una puta, dice, nadie sabe quién es
pero siempre viene acá, sonrío, el negocio del amor no conoce épocas ni
fronteras.
Camino hacia el
metro, me siento diferente, el efecto del licor tal vez, lo descartas, solo fueron
dos antioqueños y una colombiana, aunque las uchuvas te las comiste casi todas,
estaban buenísimas, imaginas que tal vez produzcan un efecto que agudiza tus
sentidos, sonríes, tomas la dirección Niquía.
En el trayecto se bordea el río Medellín, te das cuenta que es ahí donde viven
los parias de esta parte de la tierra, tratas de imaginar una vida como esas, aunque
sabes que por más que te esfuerces, estarás lejos de las realidades lastimosas
y lacerantes para quienes las viven y para quienes nos acostumbramos a convivir
con ellas.
Me bajo en la
estación Acevedo y me dirijo a Santo Domingo para tomar el metro-cable
recomendado, se trata de un teleférico como los que hay en algunas ciudades
como Zacatecas o Durango, con la diferencia que en lugar de uno o dos carros
acá son muchos más, es de transporte público, los carros suben y bajan la
montaña cíclicamente con un sistema muy ingenioso de frenado en las terminales
para que las personas puedan subir o bajar con el carro en movimiento. Cuando
compras tu boleto la chica te dice que todos están bajando, que si subes no te
puedes quedar arriba ya que el tren está por cerrar, le dices que eres un
turista y que solo quieres ver la ciudad desde lo alto, como dice el librito,
le prometes que no bajarás en la cima y que seguirás de regreso, te sonríe, son
cuatro mil pesos, dice.
Subes a la cabina, los
carros están muy limpios, la verdad es que el metro en esta ciudad es de primer
nivel, te da gusto, cualquier logro latinoamericano lo sientes como propio,
aunque también cualquier agravio, el balance no siempre es positivo.
Como dijo la chica,
eres el único que sube, todos bajan, un terrible sopor te abraza, piensas que
las uchuvas te han pegado. Después de
20 o 25 minutos llegas a la cima, el camino es espectacular, estas contento,
bajas un momento para lanzar alguna foto cuando un guardia te dice que ya debes
regresar, el metro está por cerrar, y no admitirán más pasajeros, accedes,
tomas el carro de regreso, vuelves a estar solo, no puedes mantener los ojos
abiertos a pesar de la majestuosidad del Medellín iluminado, te recuestas,
cansado.
Despiertas,
nuevamente hacia arriba, te pasaste, es de noche y constatas en los carros de
enfrente que nadie baja más, te da frío, buscas en tu mochila alguna chamarra
aunque sabes que no la encontrarás, los hombres del desierto casi nunca las
necesitamos. Tratas de mantenerte despierto cuando el carro se detiene,
alcanzas a ver que estás en la torre 18 entre las estaciones Santo Domingo y Arví. Sopesas tu situación, el servicio se reanudará hasta la
mañana, los sonidos de la noche, del campo de abajo te alcanzan, aves, insectos
y el viento, te acurrucas en un rincón dispuesto a dormir, si el frío te lo
permite, piensas.
Un dolor de cuello
te despierta, te incorporas en el asiento, los sonidos de la noche te reciben,
tus pupilas se dilatan en uno de esos maravillosos mecanismos de adaptación que
los hijos de la naturaleza tenemos y que la tecnología trata de emular en los
nuevos tiempos, es ahí, cuando te das cuenta que no estás solo, un escalofrío
recorre tu espalda mientras a tu lado una mujer madura de edad indefinible, con
unos labios carnosos pintados de un rojo intenso te mira fijamente.