domingo, 15 de julio de 2012

Madonna

Un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con que un criminal comete un crimen.
Degas

Si algo me gusta del Distrito Federal es su oferta para combatir al ocio, hay de todo, como corresponde a una de las más grandes urbes del mundo, desde los tiempos de Marco Tulio Cicerón. El jueves me topé con una exposición de Edvard Munch, decidí conocerlo al recordar aquella frase suya donde se autodefinía como un diseccionador de almas, arduo trabajo el suyo, la exposición, aunque breve, mostró obras interesantes, me impresionó fuertemente La Madonna, una obra rica en sensualidad, el tocado, la luminosidad del cuerpo, el fondo obscuro lleno de movimiento resaltando la silueta del personaje, ojos cerrados con círculos obscuros alrededor y un rostro que me resultó perturbadoramente conocido. Esa noche no pude dormir, la obra me persiguió durante horas y cuando al fin pude conciliar el sueño ya era hora de levantarme.

La Madonna permaneció en mi memoria todo el viernes, no pude concentrarme en la reunión que había preparado con tanto ahínco, a tal grado que seguramente perdí la mejor cuenta de este año, no me importó, la obra de Munch se transformó en mi prioridad, debía descubrir a cual de las mujeres que conozco evocaba, algo me decía que mi futuro dependía de ello.

Por fin en casa, los 40°C combinados con una humedad del 83% pegan mi camisa al cuerpo, definitivamente un hombre de agua, sentencia que me han repetido todas las mujeres que he amado y que han descubierto como me derrito en los momentos donde se corona la intimidad.

Aunque puedo vivir en cualquier sitio, el puerto siempre me ha llamado, necesito el calor, las sandalias, la ropa de manta, el sombrero y el habano que se han vuelto parte de mi personalidad, ya llevo acá 30 años, en este bendito malecón he conocido a más mujeres de las que puedo amar, he amado a más mujeres de las que puedo recordar y he terminado por  recordar a más mujeres de las que en realidad he conocido.

Llego al departamento que tengo en un quinceavo piso, me gusta dormir la siesta en esa hamaca que le compré a un hombre de 85 años y que me pidió que lo ayudara, que necesitaba vender, se llamaba Manuel, me conmovió y aunque no necesitaba hamaca alguna decidí comprar sin regatear, un hombre de 85 que sale a ganarse la vida como uno de 20, merece todo nuestro respeto.

Esperanza, la mujer que me ayuda no se encuentra, mejor, me gusta la soledad, es una chica extraña pero eficaz, tiene todo limpio, cuando me quedo en casa siempre hay comida, la ropa impecable y hasta en alguna ocasión que dormía la siesta, desnudo como siempre, estuvo conmigo persuadida por unas palabras que fingí no haber pronunciado y unos besos que también olvidé haber dado.  El rito de las 5 da comienzo, enciendo el abanico de techo que es lo único que acepto como acondicionamiento ambiental dado el escaso ruido que produce, me quito la ropa que deposito en la silla de mimbre, me preparo un whisky doble y me recuestas en la hamaca, cierro los ojos y me propongo a escuchar el silencio que la tarde que un quinceavo piso te puede permitir, mientras doy unos sorbos escucho a Esperanza que acaba de llegar, hola señor me dice, no me molesto en contestarle, siento como se ha quedado en la entrada de la habitación, se que le gusta observar mi desnudez, no me importa, ahora solo doy cabida a los sentidos del oído y del gusto, el silencio y el whisky.

Un ligero vaivén me despierta, mi copa vacía yace en el piso, Esperanza pegada al muro es quien se encarga de mecerme, está frente a mí, se ha quitado la blusa, su mirada me busca, es como si quisiera asegurarse de que se que existe, pienso si valdrá la pena involucrarme una vez más en su locura, cierra sus ojos quedando de manifiesto sus grandes ojeras, un distintivo muy personal, me mece con la mano derecha mientras con la izquierda se acaricia, guardo silencio, siempre me ha gustado observar la transformación de los rostros producto de la autocomplacencia, la velocidad pendular alcanza su máximo en la altura más baja, recuerdo mis clases de física, voy rápido, me incomodo, le ordeno que pare pero ella responde con una risotada fuera de todo lugar, estoy confundido, la mujer está desquiciada, sus risas se han convertido en carcajadas y ahora mece la hamaca casi con furia, esa fuerza me ha llevado casi a topar con uno de los muros, en la reflexión sé que cuando la velocidad se vuelva cero y alcance la mayor altura, vendrá el movimiento en retroceso impulsado por la fuerza de gravedad sumada a la que imprima la propia Esperanza, seguramente me hará alcanzar el ventanal del muro contrario, asustado le grito que pare, deja de reír y se funde en lo que reconozco un espasmo, es entonces que la veo, el velo, los senos, el pelo, las ojeras, su sensual locura.

La Madonna de Munch te saluda.

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