Un
cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento con
que un criminal comete un crimen.
Degas
Si algo me gusta del Distrito Federal es su oferta
para combatir al ocio, hay de todo, como corresponde a una de las más grandes
urbes del mundo, desde los tiempos de Marco Tulio Cicerón. El jueves me topé
con una exposición de Edvard Munch, decidí conocerlo al recordar aquella frase
suya donde se autodefinía como un diseccionador de almas, arduo trabajo el
suyo, la exposición, aunque breve, mostró obras interesantes, me impresionó
fuertemente La
Madonna, una obra rica en sensualidad, el
tocado, la luminosidad del cuerpo, el fondo obscuro lleno de movimiento
resaltando la silueta del personaje, ojos cerrados con círculos obscuros
alrededor y un rostro que me resultó perturbadoramente conocido. Esa noche no
pude dormir, la obra me persiguió durante horas y cuando al fin pude conciliar
el sueño ya era hora de levantarme.
La Madonna permaneció
en mi memoria todo el viernes, no pude concentrarme en la reunión que había
preparado con tanto ahínco, a tal grado que seguramente perdí la mejor cuenta
de este año, no me importó, la obra de Munch se transformó en mi prioridad,
debía descubrir a cual de las mujeres que conozco evocaba, algo me decía que mi
futuro dependía de ello.
Por fin en casa, los 40°C combinados con una
humedad del 83% pegan mi camisa al cuerpo, definitivamente un hombre de agua,
sentencia que me han repetido todas las mujeres que he amado y que han
descubierto como me derrito en los momentos donde se corona la intimidad.
Aunque puedo vivir en cualquier sitio, el puerto
siempre me ha llamado, necesito el calor, las sandalias, la ropa de manta, el
sombrero y el habano que se han vuelto parte de mi personalidad, ya llevo acá
30 años, en este bendito malecón he conocido a más mujeres de las que puedo
amar, he amado a más mujeres de las que puedo recordar y he terminado por
recordar a más mujeres de las que en realidad he conocido.
Llego al departamento que tengo en un quinceavo
piso, me gusta dormir la siesta en esa hamaca que le compré a un hombre de 85
años y que me pidió que lo ayudara, que necesitaba vender, se llamaba Manuel,
me conmovió y aunque no necesitaba hamaca alguna decidí comprar sin regatear,
un hombre de 85 que sale a ganarse la vida como uno de 20, merece todo nuestro
respeto.
Esperanza, la mujer que me ayuda no se encuentra,
mejor, me gusta la soledad, es una chica extraña pero eficaz, tiene todo
limpio, cuando me quedo en casa siempre hay comida, la ropa impecable y hasta
en alguna ocasión que dormía la siesta, desnudo como siempre, estuvo conmigo
persuadida por unas palabras que fingí no haber pronunciado y unos besos que
también olvidé haber dado. El rito de las 5 da comienzo, enciendo el
abanico de techo que es lo único que acepto como acondicionamiento ambiental
dado el escaso ruido que produce, me quito la ropa que deposito en la silla de
mimbre, me preparo un whisky doble y me recuestas en la hamaca, cierro los ojos
y me propongo a escuchar el silencio que la tarde que un quinceavo piso te
puede permitir, mientras doy unos sorbos escucho a Esperanza que acaba de
llegar, hola señor me dice, no me molesto en contestarle, siento como se ha
quedado en la entrada de la habitación, se que le gusta observar mi desnudez,
no me importa, ahora solo doy cabida a los sentidos del oído y del gusto, el
silencio y el whisky.
Un ligero vaivén me despierta, mi copa vacía yace
en el piso, Esperanza pegada al muro es quien se encarga de mecerme, está
frente a mí, se ha quitado la blusa, su mirada me busca, es como si quisiera
asegurarse de que se que existe, pienso si valdrá la pena involucrarme una vez
más en su locura, cierra sus ojos quedando de manifiesto sus grandes ojeras, un
distintivo muy personal, me mece con la mano derecha mientras con la izquierda
se acaricia, guardo silencio, siempre me ha gustado observar la transformación
de los rostros producto de la autocomplacencia, la velocidad pendular alcanza
su máximo en la altura más baja, recuerdo mis clases de física, voy rápido, me
incomodo, le ordeno que pare pero ella responde con una risotada fuera de todo
lugar, estoy confundido, la mujer está desquiciada, sus risas se han convertido
en carcajadas y ahora mece la hamaca casi con furia, esa fuerza me ha llevado
casi a topar con uno de los muros, en la reflexión sé que cuando la velocidad
se vuelva cero y alcance la mayor altura, vendrá el movimiento en retroceso
impulsado por la fuerza de gravedad sumada a la que imprima la propia
Esperanza, seguramente me hará alcanzar el ventanal del muro contrario,
asustado le grito que pare, deja de reír y se funde en lo que reconozco un
espasmo, es entonces que la veo, el velo, los senos, el pelo, las ojeras, su
sensual locura.
La Madonna de Munch te saluda.
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